domingo, 8 de marzo de 2009

Recuerdo la primera vez que lo vi.
Era un hombre de manos curtidas, con tez arrugada y expresión dura. Pero sus ojos... sus ojos desvelaban lo que sus facciones deseaban ocultar. Reflejaban el brillo de la vida que ahora yacía a sus espaldas, aquella en la que había sido feliz. Ahora sólo el rumor de la gente a su alrededor era lo que le mantenía vivo.

Tal vez volver a ese lugar, a ese banco tarde tras tarde, le hiciese revivir momentos pasados, momentos en los que habría llegado a sonreír o a haber llorado de pura felicidad. Me senté en el banco contiguo e intenté descifrar su propio enigma.
De vez en cuando alzaba la cabeza en busca de aire fresco, llenaba sus pulmones y volvía a dirigir su mirada al frente, como si tuviese un objetivo fijo e inmóvil. Seguí el curso de su mirada, pero no me llevó a nada, sólo a un gran árbol de hojas secas y moribunda figura.
Las agujas del reloj avanzaban perezosas, y aquel hombre seguía con los ojos clavados en el mismo punto. Sus manos se entrelazaban cada vez que suspiraba y a su vez, el viento mecía las pocas hojas vivas de aquel árbol.

Todavía me pregunto qué podría estar pasando por su mente. Cada vez imagino una historia diferente, como que besó a su primer amor bajo aquel árbol y que cada tarde se sienta en ese banco a recordarla, o que aquel árbol hubiese sido su refugio desde niño, donde habría pasado sus mejores momentos. Aunque en realidad, quizás sea más acertado pensar que ve en ese árbol su propia vida. Su tronco marcado por la vejez, sus hojas marchitas y un color cenizo apoderándose de su figura. Las cicatrices de una vida que todavía está por concluír.

Tal vez compartan un mismo alma. Quizás un mismo corazón.

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