martes, 16 de febrero de 2010

Vivir muriendo

Uno puede enloquecer a fuerza de hacerse una y otra vez preguntas que no tienen respuesta, y aquel parecía ser mi destino.

Una semana después de mi muerte seguía vagando por las calles sin que nadie pudiese sentir mi presencia. De lo único que estaba seguro es que había dejado de existir hacía exactamente siete días, pero sin saber porqué, todavía podía acariciar las fachadas de las casas en busca de nuevas texturas y, además, era capaz de reconocer mi rostro en los reflejos de los cristales.
Dicen que una interrogación sin punto sólo es una curva peligrosa, y estoy de acuerdo. Aquella curva iba a acabar conmigo de un momento a otro.

Siempre me había preguntado, como todos a lo largo de su vida, qué pasaría justo en el momento de mi muerte. A dónde iría, a quién podría ver y quiénes me podrían ver a mí. ¿La respuesta? La absoluta nada. Es como el primer día de invierno que trae consigo el gris de un cielo húmedo, que cubre de blanco los tejados y nos hiela el corazón.
Un segundo después de sumirme de lleno en mis pensamientos, algo rozó mi mano. Alcé la vista y pude alcanzar a ver a una niña de chubasquero amarillo, chapoteando entre las baldosas de una concurrida calle de seres anónimos. Un impulso me abalanzó sobre la calle con el fin de encontrar alguna respuesta en esa niña, pero se camufló entre la multitud como lo haría una lágrima en la lluvia.

Y ahí estaba yo, en medio de mi vida sin vivir, esperando algo que quizás no llegase nunca.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Sigues siendo jesucristo y dios padre escribiendo iris.
Por si no lo has notado, soy Ale que vuelve a tener blog por vigésima vez y se dispone de nuevo a seguir tus andanzas.
Estaré al acecho ;D xD
:*